El mindfulness visto desde el laboratorio. ¿Funciona realmente?

'Mindfulness' es una palabra mágica. Si se busca en Google se obtendrán nada menos que 39.600.000 resultados. Este término nacido en Boston se traduce como "atención plena" y da título a un método creado para acabar con el estrés a través de la meditación. Todo ello sin tintes religiosos, a pesar de beber de la sabiduría y práctica budista. Así lo diseñó su fundador, el profesor de Medicina Jon Kabat-Zin, y así se imparte en todo el mundo.

La magia del 'mindfulness' y su penetración en el mercado del bienestar ha hecho que ahora se use para casi todo: centrarse en el presente, identificarse menos con los pensamientos, ser más feliz, acabar con la falta de deseo sexual, rendir más en el trabajo, mejorar la sociabilidad, darle un portazo a la ansiedad...

 

Parece un chollo, pero ¿funciona realmente?. Los periodistas responden a este tipo de preguntas siguiendo un protocolo aprendido desde la universidad y apuntalado a base de horas de redacción: consulta y cita algún estudio realizado en una universidad americana -esa jungla que lo somete todo al microscopio- o, si estás de suerte, menciona un trabajo reciente sobre la materia publicado en una revista científica de referencia ('The Lancet, Science o The British Medical Journal'). A partir de ahí, lo demás es fácil: buscar testigos, poner comillas y teclear.

ZEN ha querido darle una vuelta a esa tortilla poniendo a prueba esta meditación. Primero, aprendí la ciencia de la atención plena en un centro acreditado. De la mano de Nirakara Mindfulness Institute, volví a verme dentro de un aula de la Universidad Complutense, a pocos metros de la facultad de Políticas.

 

En Somosaguas disfruté de un programa de 8 semanas impulsado por Agustín Moñivas -pionero en introducir la meditación en la universidad-. A través de un trabajo en grupo y de muchos deberes en casa, crecí como meditador aprendiendo a concentrarme en la respiración y la mente, apartando los juicios de valor e impertinencias que nos amargan la vida. Por si fuera poco, a lo largo de esos días asistí a una transformación de muchos de mis compañeros. Abrieron su corazón -yo no lo logré-, derramaron lágrimas, se vieron en armonía con sus hijos adolescentes y sus jefes, dulcificaron su relación con los suegros y terminaron por aceptar un presente mucho más feliz de lo que dice nuestra mente.

Con mi título universitario bajo el brazo, he meditado con cierta irregularidad, pero siempre he mantenido viva esta práctica. Cuando en EL MUNDO se torcían las cosas, cuando las relaciones sentimentales acababan en arenas movedizas y no me bastaba con las endorfinas del 'running', vuelta al 'mindfulness'. Siempre por la mañana, antes de ir a trabajar. Así arrancaba la jornada con mucha energía y una sonrisa a estrenar. Pero aún me faltaba esa base científica a la que aferrarme para poder dar solidez a mi experiencia.

EL EXPERIMENTO

Nirakara, además de ser una escuela, es un centro de investigación asociado al Laboratorio de Neurociencia Cognitiva y Computacional de la Politécnica de Madrid que dirige Fernando Maestu, lo que me abrió la puerta a experimentar con la meditación. Por fin iba a saber qué sucede dentro de mi mente cuando practico el 'mindfulness'. El resultado aún me deja alucinado.El objetivo inicial era medir mis campos magnéticos cerebrales a través de un sofisticadísimo magnetoencefalógrafo y estudiar mi pulso y mis movimientos por pequeños que fueran.

 

El experimento estaría dividido en cuatro fases: primera, analizar mi cuerpo y mi mente en modo descanso, o fase basal, lo que en inglés se conoce como 'resting'. Segunda, estudiarme mientras medito por mi cuenta y riesgo. Tercera, introducir en el experimento al profesor de 'mindfulness' Gustavo G. Diex para que me guiara durante una práctica. Cuarta, y última, Gustavo seguiría mi respiración y meditaríamos cada uno por nuestra cuenta. Aparentemente, unidos solo por las inhalaciones y las exhalaciones.

El experimento lo dirige con maestría Nazareth Castellanos, doctora en Medicina y licenciada en Física. Antes de formar parte del equipo investigador de Nirakara, Nazareth ha recalado en el reputado Max Planck Institute de Alemania y en la Universidad de Utah (EEUU). David López, un investigador del Centro de Tecnología Biomédica de la Politécnica, me mapea la cabeza a través de un lápiz óptico y de unas gafas que parecen de broma. Se trata de apreciar mis movimientos voluntarios e involuntarios desde los monitores.

Después de tomarme medidas, el técnico procede a cablearme el pecho, la espalda y la cabeza. Esos sensores garantizan un control exhaustivo de mi frecuencia cardíaca durante la operación. Ya estoy preparado para ser auditado por el MEG, el dichoso magnetoencefalógrafo.

 

El cacharro importado de Finlandia es de una precisión abrumadora, sólo hay otro parecido en Guipúzcoa. Mide campos casi inapreciables (10 a la menos 12 teslas -no podía dejar escapar la ocasión de escribir esta unidad incomprensible para alguien de letras puras-), de ahí que esté encerrado en una especie de cámara acorazada que lo aísla de las ondas del exterior.

 

Me colocan el secador gigante en la cabeza (ver vídeo) y me encierran en lo que bien podría ser la cámara frigorífica de una pescadería. Ahuyento el miedo a la soledad y a sentirme observado y me tranquilizo. Es la fase de 'resting'.

Tal y como se ve en el cerebro que ilustra esta página, mi actividad mental está en máximos. El tope se representa en rojo y es el área de la percepción de uno mismo. Estoy divagando. Un peldaño más abajo está la parte representada en naranja. Es el territorio donde tomo decisiones, planifico y manejo la memoria. La superficie amarilla manda sobre el procesamiento viso-espacial.

 

En palabras llanas: estoy imaginando. La voz de Nazareth me saca del sopor y me pide que arranque a meditar. Para afrontar la prueba, he pasado los últimos 10 días con una sesión matutina de 'mindfulness' de 15/20 minutos. Estaba muy fuera de forma y no me veía capaz de enfrentarme al experimento sin entrenar.

 

Para romper el hielo cierro los ojos y dispongo las manos como si fuera un yogui. Comienzo a inhalar y exhalar y tiro de catálogo recuperando una técnica muy sencilla: Capturando la mente agitada. Cuento del uno al siete lentamente, luego del 1 al 14, del 1 al 21... Siempre en múltiplos de siete y manteniendo una respiración profunda, estomacal y consciente.

 

Me lleno por completo y me vacío. Sin prisa. La única regla de oro es volver a empezar de cero si me equivoco de número o me descuento. Funciona, pero me cuesta entrar en materia. Los pensamientos van y vienen, pero me amigo con ellos y los dejo ir.

De nuevo, la voz alegre de Nazareth me sacude. Es hora de pasar a la tercera fase. Gustavo, también físico de formación, entra en la cámara para la meditación guiada. Sigo sus instrucciones al pie de la letra con la misma seguridad que me brindaba durante el curso.

 

Poco a poco, noto que gano en profundidad, aunque de vez en cuando necesito volver a centrarme. La segunda imagen muestra perfectamente cómo mi actividad cerebral va disminuyendo a toda velocidad. Queda iluminada una zona roja, la del control, la que me permite tirar de las riendas y volver a concentrarme. Al tiempo, mi pulso va cayendo poco a poco. Partía de 60 pulsaciones por minuto y me estabilicé en 54. Mi mente y mi corazón se están ralentizando. Están descansando.

APACIGUAR LA MENTE

En el tramo final, Gustavo y yo meditamos al unísono, sin instrucciones ni contacto visual. El único esfuerzo es que él se ha adaptado a mi compás respiratorio. Aquí llegan los mejores resultados. Mi cerebro ha logrado apaciguarse. Como se ve en la última imagen mental, sólo hay una zona roja que indica mi voluntad de ejecución de un objetivo interno (meditar).

 

El destello naranja es la toma de decisiones. En este punto, además de lucir un pulso bajo, mi agitación exterior ha caído en picado. En fase basal -descanso- se registraron movimientos durante el 66,6% del tiempo. Al final de la meditación, este porcentaje era del 24%. Estaba muy relajado.

Los resultados del experimento no dejan ninguna duda sobre el acallamiento del cerebro, el relax alcanzado y la ralentización del pulso, pero encierran otra sorpresa. Como se ve en la gráfica, en la cuarta fase, mi corazón y el de Gustavo se acompasan. De algún modo, esta sincronía de las dinámicas cardíacas muestra que nuestros cuerpos y mentes acaban dialogando sin contacto visual ni instrucciones. Sin duda, otro de los grandes beneficios del 'mindfulness'.

 

Autores: JUAN FORNIELES y SERGIO ENRÍQUEZ elmundo.es

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